En un principio choca la denominación de “documental de animación”. De hecho, parecería que la animación sería incompatible con cualquier obra de tipo documental (puesto que es un género creado desde la ficción, sin aparente intervención de imágenes de la realidad). Sin embargo, más allá de etiquetas, y por más que alguna suene más a truquillo promocional que otra cosa, es indudable que “Vals con Bashir”se erige como una obra prácticamente única en su género. Una obra que, en aras de indagar en un tema abordado en otras ocasiones (la guerra y sus consecuencias en los peones que la viven en primera persona), utiliza un lenguaje novedoso para evitar la pérdida de eficacia que sufre, inevitablemente, todo lo que suene a ya visto. Una cinta que, además, engancha desde su primer fotograma, con esa persecución onírica de los perros salvajes recorriendo y arrasando todo a su paso por las calles de una ciudad. Porque no se trata de una cinta histórica que busque explicar por qué Israel invadió el Líbano en 1982, no. Muy al contrario, parte de que la audiencia conoce ya unos hechos de los que el protagonista ofrece, más que su testimonio, su recuerdo. Dicho recuerdo es perseguido a lo largo del metraje, escondido en algún pliegue de una memoria que lo ha sepultado para poder vivir en paz, y que debe ser reconstruido a partir de pequeñas piezas aportadas en conversaciones con compañeros, testigos o periodistas que recomponen la cadena de trágicos hechos que desembocaron en la terrible matanza de los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila. Lo más curioso es que el hecho de haber sido realizada en Flash, más que acercarla al estilo de la animación tal y como lo entendemos, la aproxima más al cómic, hasta el punto de que “Vals con Bashir” podría resumirse en una serie de potentes viñetas capaces de albergar todo el simbolismo de la búsqueda. Quizá porque, en el fondo, a una memoria fragmentada le cuesta más reconstruir un conjunto que resucitar un instante, la propia película termina siendo testimonio en sí misma de la fragilidad de la experiencia (o, mejor dicho, del recuerdo de la experiencia propia).
Por eso causa inevitable desconcierto la irrupción de las imágenes televisivas de los cadáveres amontonados en la matanza. Porque hasta ese momento hemos asistido a una indagación que, pese a contar con una toma de partido clara (el sinsentido que para los combatientes tenía un conflicto en el que resultaba difícil discernir a los enemigos, en el que hasta los perros y los niños terminan convertidos en elementos a eliminar), y de aplicar en todo momento el filtro de la animación, se ve asaltada por un aluvión de horror tomado in situ, sin filtro (o con uno menos evidente que el de la animación), como si el viaje que emprende el protagonista a lo largo de sus recuerdos terminara por hacer emerger finalmente la verdad. Aun así, la película sorprende por su capacidad para crear una belleza extraña, estática, que uno creería incompatible con una película sobre la guerra, y que parece entablar hilos invisibles con un título aparentemente tan ajeno como “La delgada línea roja”. Más allá de la denuncia, del revulsivo, de la necesidad de plantear un debate, Ari Folman ha tenido la maestría de conseguir una obra hermosa que, quizá por eso mismo, abre una ventana por la que asomarse al horror.
Miguel A. Delgado